miércoles, 17 de agosto de 2011

ALFABETIZACIÓN Y EL MÉTODO DE ALFABETIZACIÓN DE PAULO FREIRE


El método de alfabetización del Profesor Paulo Freire

APRENDER A DECIR SU PALABRA.
EL MÉTODO DE ALFABETIZACIÓN DEL PROFESOR PAULO FREIRE
ERNANI MARIA FIORI
Paulo Freire es un pensador comprometido con la vida; no piensa ideas, piensa la existencia. Es también educador: cobra existencia su pensamiento en una pedagogía en que el esfuerzo totalizador de la “praxis” humana busca, en la interioridad de ésta, re-totalizarse como “práctica de la libertad”. En sociedades cuya dinámica estructural conduce a la dominación de las conciencias, “la pedagogía dominante es la pedagogía de las clases dominantes”. Los métodos de opresión no pueden, contradictoriamente, servir a la liberación del oprimido. En esas sociedades, gobernadas por intereses de grupos,
 clases y naciones dominantes, “la educación como práctica de la libertad” postula necesariamente una “pedagogía del oprimido”. No pedagogía para él, sino de él.
 Los caminos de la liberación son los del mismo oprimido que se libera: él no es 
cosa que se rescata sino sujeto que se debe autoconfigurar responsablemente. 
La educación libertadora es incompatible con una pedagogía que, de manera 
consciente o mistificada, ha sido práctica de dominación. La práctica de la libertad 
sólo encontrará adecuada expresión en una pedagogía en que el Oprimido tenga 
condiciones de descubrirse y conquistarse, reflexivamente, como sujeto de su propio
 destino histórico. Una cultura tejida con la trama de la dominación, por más generosos
 que sean los propósitos de sus educadores, es una barrera cerrada a las posibilidades educacionales de los que se suban en las subculturas de los proletarios y marginales.
 Por el contrario, una nueva pedagogía enraizada en la vida de esas subculturas, a 
partir de ellas con ellas, será un continuo retornar reflexivo sus propios caminos 
de liberación; no será simple reflejo, sino reflexiva creación y recreación, un ir 
adelante por esos caminos: “método”, “práctica de la libertad, que, por ser tal,
esta intrínsecamente incapacitado para el ejercicio de la dominación. La pedagogía
 del oprimido es, pues, liberadora de ambos, del oprimido y del opresor.
 Hegelianamente diríamos: la verdad del opresor reside en la conciencia del oprimido.

Así aprehendemos la idea fuente de dos libros en que Paulo Freire traduce, en forma 
de lúcido saber sociopedagógico, su grande y apasionante experiencia de educador. Experiencia y saber que se dialectizan, densificándose, alargándose, dándonos cada 
vez más el contorno y el relieve de su profunda intuición central; la del educador de 
vocación humanista que, al inventar sus técnicas pedagógicas, redescubre a través 
de ellas el proceso histórico en que y por que se constituye la conciencia humana. 
El proceso a través del cual la vida se hace historia. O, aprovechando una sugerencia 
de Ortega, el proceso en que la vida coma biología pasa a ser vida como biografía.

Tal vez sea ése el sentido más exacto de la alfabetización: aprender a escribir su vida,
 como autor y como testigo de su historia —biografiarse, existenciarse, historizarse. 
Por esto, la pedagogía de Paulo Freire, siendo método de alfabetización, tiene como
 su idea animadora toda una dimensión humana de la “educación como práctica de la libertad”, lo que en régimen de dominación sólo se puede producir y desarrollar en la dinámica de una “pedagogía del oprimido”.

Las técnicas de dicho método acaban por ser la esterilización pedagógica del proceso
 en que el hombre constituye y conquista, históricamente, su propia forma: la pedagogía
 se hace antropología. Esa conquista no se iguala al crecimiento espontáneo de los 
vegetales: se implica en la ambigüedad de la condición humana, se complica en las contradicciones de la aventura histórica, se explica, o mejor dicho, intenta explicarse 
en la continua recreación de un mundo que, al mismo tiempo, obstaculiza y provoca el esfuerzo de la superación liberadora de la conciencia humana. La antropología acaba
 por exigir y comandar una política.

Es lo que pretendemos insinuar en tres chispazos. Primero: el movimiento interno que
 unifica los elementos del método y los excede en amplitud de humanismo pedagógico. Segundo; ese movimiento reproduce y manifiesta el proceso histórico en que el 
hombre se reconoce. Tercero: los posibles rumbos de ese proceso son proyectos
posibles y, por consiguiente, la concienciación no sólo es conocimiento o
reconocimiento, sino opción, decisión, compromiso.

Las técnicas del método de alfabetización de Paulo Freire, aunque valiosas en sí, 
tomadas aisladamente no dicen nada del método mismo. Tampoco se juntaron eclécticamente según un criterio de simple eficiencia técnico-pedagógica. Inventadas
 o reinventadas en una sola dirección del pensamiento, resultan de la unidad que se
 trasluce en la línea axial del método y señala el sentido y el alcance de su humanismo: alfabetizar es concienciar.

Un mínimo de palabras con una máxima polivalencia fonémica es el punto de partida 
para la conquista del universo vocabular. Estas palabras, oriundas del propio universo vocabular del alfabetizando, una vez transfiguradas por la critica, retornan a él en acción transformadora del mundo. ¿Cómo salen de su universo y cómo vuelven a él?

Una investigación previa explora el universo de las palabras habladas en el medio cultural
 del alfabetizando. De ahí se extraen los vocablos de más ricas posibilidades fonémicas
 y de mayor carga semántica. Ellos no sólo permiten un rápido dominio del universo de la palabra escrita sino también el compromiso más eficaz (“engajamento”) de quien los pronuncia, con la fuerza pragmática que instaura y transforma el mundo humano.

Estas palabras son llamadas generadoras porque, a través de la combinación de sus elementos básicos, propician la formación de otras. Como palabras del universo
 vocabular del alfabetizando, son significadores constituidas en sus comportamientos,
 que configuran situaciones existenciales o se configuran dentro de ellas. Tales 
significaciones son codificadas plásticamente en cuadros, diapositivas, films, etc., representativos de las respectivas situaciones que, de la experiencia vivida del
alfabetizando, pasan al mundo de los objetos.
 El alfabetizando gana distancia para ver su experiencia, “ad-mira”. En ese mismo
 instante, comienza a descodificar.

La descodificación es análisis y consecuente reconstitución de la situación vivida: 
reflejo, reflexión y apertura de posibilidades concretas de pasar más allá. La
 inmediatez de la experiencia, mediada por la objetivación se hace lúcida, 
interiormente, en reflexión a si misma y crítica anunciadora de nuevos proyectos
 existenciales. Lo que antes era enclaustrado, poco a poco se va abriendo;
“la conciencia pasa a escuchar los llamados que la convocan siempre más allá
de sus limites: se hace critica”.

Al objetivar su mundo, el alfabetizando se reencuentra en él, reencontrándose
 con los otros yen los otros, compañeros de su pequeño “circulo de cultura”.
 Se encuentran y reencuentran todos en el mismo mundo común y, de la coincidencia
de las intenciones que los objetivan, surgen la comunicación, el diálogo que critica y promueve a los participantes del círculo. Así juntos recrean críticamente su mundo:
lo que antes los absorbía, ahora lo pueden ver al revés. En el círculo de cultura, en
 rigor, no se enseña, se aprende con “reciprocidad de conciencias”; no hay profesor,
 sino un coordinador, que tiene por función dar las informaciones solicitadas por los respectivos participantes
y propiciar condiciones favorables a la dinámica del grupo, reduciendo al mínimo su intervención directa en el curso del diálogo.

La “codificación” y la “descodificación” permiten al alfabetizando integrar la 
significación de las respectivas palabras generadoras en su contexto existencial:
 él la redescubre en un mundo expresado por su comportamiento. Cobra conciencia
de la palabra como significación que se constituye en su intención significante,
coincidente con intenciones de otros que significan el mismo mundo. Este, el mundo,
es el lugar de encuentro de cada uno consigo mismo y con los demás.

A esta altura del proceso, la respectiva palabra generadora puede ser, ella misma, 
objetivada como combinación de fonemas susceptibles de representación gráfica.
 El alfabetizando ya sabe que la lengua también es cultura, de que el hombre es 
sujeto: se siente desafiado a develar los secretos de su constitución a partir de la construcción de sus palabras, también ellas construcción de su mundo. Para ese
 efecto, como también para la descodificación de las situaciones significativas
 por las palabras generadoras es de particular interés la etapa preliminar del método,
que aún no habíamos mencionado.
 En esta etapa, el grupo descodifica varias unidades básicas, codificaciones sencillas
 y sugestivas, que dialógicamente descodificadas, van redescubriendo al hombre 
como sujeto de todo proceso histórico de la cultura y, obviamente, también de la
cultura letrada. Lo que el hombre habla y escribe, y cómo habla y escribe, es todo
expresión objetiva de su espíritu. Por esto, el espíritu puede rehacer lo hecho,
en este redescubrir el proceso que lo hace y lo rehace.

Así, al objetivar una palabra generadora (primero entera y después descompuesta 
en sus elementos silábicos) el alfabetizando ya está motivado para no sólo buscar el
mecanismo de su recomposición y de la composición de nuevas palabras, sino 
también para escribir su pensamiento. La palabra generadora, aunque objetivada en
su condición de simple vocablo escrito, no puede liberarse nunca más de su
dinamismo semántico y de su fuerza pragmática, de que el alfabetizando tomó
conciencia en la respectiva descodificación critica.

No se dejará, entonces, aprisionar por los mecanismos de la composición vocabular. 
Y buscará nuevas palabras, no para coleccionarlas en la memoria, sino para decir y
 escribir su mundo, su pensamiento, para contar su historia. Pensar el mundo es juzgarlo;
 la experiencia de los círculos de cultura muestra que el alfabetizando, al comenzar a
 escribir libremente, no copia palabras sino expresa juicios. Estos, de cierta manera,
 intentan reproducir el movimiento de su propia experiencia; el alfabetizando, al darles
 forma escrita, va asumiendo gradualmente la conciencia de testigo de una historia de
 que se sabe autor.
En la medida en que se percibe testigo de su historia, su conciencia se hace
 reflexivamente más responsable de esa historia.

El método Paulo Freire no enseña a repetir palabras ni se restringe a desarrollar
 la capacidad de pensarlas según las exigencias lógicas del discurso abstracto;
 simplemente coloca al alfabetizando en condiciones de poder replantearse
críticamente las palabras de su mundo, para, en la oportunidad debida,
saber y poder decir su palabra.

Esto es porque, en una cultura letrada, ese alfabetizando aprende a leer y a escribir, 
pero la intención última con que lo hace va más allá de la mera alfabetización. Atraviesa
 y anima toda la empresa educativa, que no es sino aprendizaje permanente de ese
 esfuerzo de totalización jamás acabado, a través del cual el hombre intenta
abrazarse íntegramente en la plenitud de su forma. Es la misma dialéctica en que
 cobra existencia el hombre. Mas, para asumir responsablemente su misión de hombre,
ha de aprender a decir su palabra, porque, con ella, se constituye a si mismo y a la
 comunión humana en que él se constituye; instaura el mundo en que él se humaniza, humanizándolo.

Con la palabra el hombre se hace hombre. Al decir su palabra, el hombre asume conscientemente su esencial condición humana. El método que le propicia ese
 aprendizaje abarca al hombre todo, y sus principios fundan toda la pedagogía, 
desde la alfabetización hasta los más altos niveles del quehacer universitario.

La educación reproduce de este modo, en su propio plano, la estructura dinámica 
y el movimiento dialéctico del proceso histórico de producción del hombre.
 Para el hombre, producirse es conquistarse, conquistar su forma humana. 
La pedagogía es antropología.

Todo fue resumido por una simple mujer del pueblo en un circulo de cultura,
 delante de una situación presentada en un cuadro: “Me gusta discutir sobre esto
porque vivo así. Mientras vivo no veo. Ahora sí, observo cómo vivo”.

La conciencia es esa misteriosa y contradictoria capacidad que el hombre tiene
 de distanciarse de las cosas para hacerlas presente., inmediatamente presentes.
 Es la presencia que tiene el poder de hacer presente; no es representación, sino
una condición de presentación. Es un comportarse del hombre frente al medio
que lo envuelve, transformándolo en mundo humano. Absorbido por el medio
natural, responde a estímulos; y el éxito de sus respuestas se mide por su mayor
 o menor adaptación: se naturaliza.
Alejado de su medio vital, por virtud de la conciencia, enfrenta las cosas, 
objetivándolas, y se enfrenta con ellas, que dejan de ser simples estímulos
 para erigirse en desafíos.
 El medio envolvente no lo cierra, lo limita; lo que supone la conciencia del más 
allá del límite. Por esto, porque se proyecta intencionalmente más allá del límite
que intenta encerrarla, la conciencia puede desprenderse de él, liberarse y
objetivar, transustanciado, el medio físico en mundo humano.

La “hominización” no es adaptación: el hombre no se naturaliza, humaniza al 
mundo. La “hominización” no es sólo un proceso biológico, sino también historia.

La intencionalidad de la conciencia humana no muere en la espesura de un 
envoltorio sin reverso. Ella tiene dimensión siempre mayor que los horizontes 
que la circundan. 
Traspasa más allá de las cosas que alcanza y, porque las sobrepasa, puede
 enfrentarlas como objetos.

La objetividad de los objetos se constituye en la intencionalidad de la
 conciencia, pero, paradójicamente, ésta alcanza en lo objetivado lo que aún no
 se objetivó: lo objetivable. 
Por lo tanto, el objeto no es sólo objeto sino, al mismo tiempo, problema: lo
 que está enfrente, como obstáculo e interrogación. En la dialéctica constituyente
 de la conciencia, en que éstase acaba de hacer en la medida en que hace al
 mundo, la interrogación nunca es pregunta exclusivamente especulativa: en el
proceso de totalización de la conciencia, es siempre provocación que la incita a
totalizarse. El mundo es espectáculo, pero sobre todo convocación. Y, como
la conciencia se constituye necesariamente como conciencia del mundo, ella es
 pues, simultánea e implícitamente, presentación y elaboración del mundo.

La intencionalidad trascendental de la conciencia le permite retroceder 
indefinidamente sus horizontes Y. dentro de ellos, sobrepasar los momentos
 y las situaciones que intentan retenerla y enclaustrarla. Liberada por la fuerza
de su impulso trascendentalizante, puede volver reflexivamente sobre tales
situaciones momentos, para juzgarlos juzgarse.
Por esto es capaz de crítica. La reflexividad es la raíz de la objetivación. 
Si la conciencia se distancia del mundo y lo objetiva, es porque su
intencionalidad trascendental la hace reflexiva. Desde el primer momento
 de su constitución, al objetivar su mundo originario,
 ya es virtualmente reflexiva. Es presencia y distancia del mundo: la distancia
 es la condición de la presencia. Al distanciarse del mundo, constituyéndose 
en la objetividad, se sorprende ella misma en su subjetividad. En esa línea de
 entendimiento, reflexión y mundo, subjetividad y objetividad no se separan:
 se oponen, implicándose dialécticamente. La verdadera reflexión crítica se 
origina y se dialectiza en la interioridad de la “praxis” constitutiva del mundo
 humano; reflexión que también es “praxis”.

Distanciándose de su mundo vivido, problematizándolo, “descodificándolo” 
críticamente, en el mismo movimiento de la conciencia, el hombre se redescubre
 como sujeto instaurador de ese mundo de su experiencia. AI testimoniar 
objetivamente su historia, incluso la conciencia ingenua acaba por despertar
 críticamente, para identificarse como personaje que se ignoraba, siendo
 llamada a asumir su papel. La conciencia del mundo y la conciencia de sí 
crecen juntas y en razón directa; una es la luz interior de la otra, una 
comprometida con otra. Se evidencia la intrínseca correlación entre 
conquistarse, hacerse más uno mismo, y conquistar el mundo, hacerlo más 
humano. Paulo Freire no inventó al hombre; sólo piensa y practica un 
método pedagógico que procura dar al hombre la oportunidad de 
redescubrirse mientras asume reflexivamente el propio proceso en que él 
se va descubriendo, manifestando y configurando: 
“método de concienciación”.

Pero nadie cobra conciencia separadamente de los demás. La conciencia
 se constituye como conciencia del mundo. Si cada conciencia tuviera su
 mundo, las conciencias se ubicarían en mundos diferentes y separados,
 cual nómadas incomunicables. Las conciencias no se encuentran en el
 vacío de sí mismas, porque la conciencia es siempre, radicalmente, 
conciencia del mundo. Su lugar de encuentro necesario es el mundo que, 
si no fuera originariamente común, no permitiría la comunicación. Cada uno
 tendrá sus propios caminos de entrada en este mundo común, pero la 
convergencia de las intenciones que la significan es la condición de posibilidad 
de las divergencias de los que, en él, se comunican. De no ser así, los caminos
 serían paralelos e intraspasables, las conciencias no son comunicantes porque
 se comunican; al contrario, se comunican porque son comunicantes.
 La intersubjetividad de las conciencias es tan originaria cuanto su mundanidad
 o su subjetividad. En términos radicales, podríamos decir, en lenguaje ya no fenomenológico, que la intersubjetividad de las conciencias es la progresiva 
concienciación, en el hombre, del “parentesco ontológico” de los seres en el ser.
 Es el mismo misterio que nos invade y nos envuelve, encubriéndose y 
descubriéndose en la ambigüedad de nuestro cuerpo consciente.

En la constitución de la conciencia, mundo y conciencia se presentan como 
conciencia del mundo o mundo consciente y, al mismo tiempo, se oponen 
como conciencia de sí y conciencia del mundo. En la intersubjetividad,
 las conciencias también se ponen como conciencias de un cierto mundo común y,
 en ese mismo mundo, se oponen como conciencia de sí y conciencia de otro.
Nos comunicamos en la oposición, única vía de encuentro para conciencias que se constituyen en la mundanidad y en la intersubjetividad.

El monólogo, en cuanto aislamiento, es la negación del hombre. Es el cierre de
 la conciencia mientras que la conciencia es apertura. En la soledad, una conciencia
 que es conciencia del mundo, se adentra en sí, adentrándose más en su mundo que, reflexivamente, se hace más lúcida mediación de la inmediatez intersubjetiva de las conciencias. La soledad y no el aislamiento, sólo se mantiene en cuanto se renueva y revigoriza en condiciones de diálogo.

El diálogo fenomenaliza e historiza la esencial intersubjetividad humana; él es 
relacional y en él nadie tiene la iniciativa absoluta. Los dialogantes “admiran”
un mismo mundo; de él se apartan y con él coinciden: en él se ponen y se oponen. 
Vemos que, de este modo, la conciencia adquiere existencia y busca planificarse. 
El diálogo no es un producto histórico, sino la propia historización. Es, pues, 
el movimiento constitutivo de la conciencia que, abriéndose a la finitud, vence intencionalmente las fronteras de la finitud e, incesantemente, busca reencontrarse
 más allá de sí misma. Conciencia del mundo, se busca ella misma en un mundo 
que es común; porque este mundo es común, buscarse a sí misma es comunicarse
 con el otro. El aislamiento no personaliza porque no socializa. Mientras más se intersubjetiva, más densidad subjetiva gana el sujeto.

La conciencia y el mundo no se estructuran sincrónicamente en una conciencia 
estática del mundo: visión y espectáculo. Esa estructura se funcionaliza
 diacrónicamente en una historia. La conciencia humana busca conmensurarse 
a sí misma en un movimiento que transgrede, continuamente, todos sus límites. 
Totalizándose más allá de sí misma, nunca llega a totalizarse enteramente, pues
siempre se trasciende a sí misma. No es la conciencia vacía del mundo que se
 dinamiza, ni el mundo es simple proyección del movimiento que la constituye
 como conciencia humana. La conciencia es conciencia del mundo: el mundo y
 la conciencia, juntos, como conciencia del mundo, se constituyen dialécticamente
 en un mismo movimiento, en una misma historia. En otras palabras: objetivar el
 mundo es historizarlo, humanizarlo. Entonces, el mundo de la conciencia no es 
creación sino elaboración humana. Ese mundo no se constituye en la 
contemplación sino en el trabajo.

En la objetivación aparece, pues, la responsabilidad histórica del sujeto. 
Al reproducirla críticamente, el hombre se reconoce como sujeto que elabora 
el mundo; en él, en el mundo, se lleva a cabo la necesaria mediación del 
autorreconocimiento que lo personaliza y le hace cobrar conciencia, como
 autor responsable de su propia historia. El mundo se vuelve proyecto humano:
 el hombre se hace libre. Lo que parecería ser apenas visión es, efectivamente, “provocación”; el espectáculo, en verdad, es compromiso.

Si el mundo es el mundo de las conciencias intersubjetivas, su elaboración 
forzosament ha de ser colaboración. El mundo común mediatiza la originaria intersubjetivación de las conciencias: el autorreconocimiento se “plenifica”
en el reconocimiento del otro; en el aislamiento la conciencia se “nadifica”.
 La intersubjetividad, en que las conciencias se enfrentan, se dialectizan, se
 promueven, es la tesitura del proceso histórico de humanización. Está en los
 orígenes de la “hominización” y contiene las exigencias últimas de la humanización. Reencontrarse como sujeto y liberarse es todo el sentido del compromiso histórico.
 Ya la antropología sugiere que la “praxis”, si es humana y humanizadora, es
 “práctica de la libertad”.

El círculo de cultura, en el método Paulo Freire, revive la vida en profundidad
 crítica. La conciencia emerge del mundo vivido, lo objetiva, lo problematiza,
 lo comprende como proyecto humano. En diálogo circular, intersubjetivándose
más y más, va asumiendo críticamente el dinamismo de su subjetividad creadora.
 Todos juntos, en círculo, y en colaboración, reelaboran el mundo, y al reconstruirlo, perciben que, aunque construido también por ellos, ese mundo no esverdaderamen
 de ellos y para ellos. Humanizado por ellos, ese mundo los humaniza.
Las manos que lo hacen no son las que lo dominan. Destinado a liberarlos
 como sujetos, los esclaviza como objetos.

Reflexivamente, retoman el movimiento de la conciencia que los constituye sujetos, desbordando la estrechez de las situaciones vividas; resumen el impulso dialéctico 
de la totalización histórica. Hechos presentes como objetos en el mundo de la 
conciencia dominadora, no se daban cuenta de que también eran presencia que 
hace presente un mundo que no es de nadie, porque originalmente es de todos.
Restituida en su amplitud, la conciencia se abre para la “práctica de la libertad”:
el proceso de “hominización”, desde sus oscuras profundidades, va adquiriendo
 la traslucidez de un proyecto de humanización. No es crecimiento, es historia:
 áspero esfuerzo de superación dialéctica de las contradicciones que entretejen
 el drama existencial de la finitud humana.
El Método de Concienciación de Paulo Freire rehace críticamente ese proceso 
dialéctico de historización. Como todo buen método pedagógico, no pretende
ser un método de enseñanza sino de aprendizaje; con él, el hombre no crea su
 posibilidad de ser libre sino aprende a hacerla efectiva y a ejercerla.
 La pedagogía acepta la sugerencia de la antropología: se impone pensar y vivir
 “la educación como práctica de la libertad”.

No fue por casualidad que este método de concienciación se haya originado 
como método de alfabetización. La cultura letrada no es una invención 
caprichosa del espíritu; surge en el momento de la cultura, como reflexión de
 si misma, consigue decirse a sí misma, de manera definida, clara y permanente. 
La cultura marca la aparición del hombre en el largo proceso de la evolución 
cósmica. La esencia humana cobra existencia autodescubriéndose como historia. 
Pero esa conciencia histórica, al objetivarse, se sorprende reflexivamente a sí
 misma, pasa a decirse, a tornarse conciencia historiadora; y el hombre es conducido
 a escribir su historia. Alfabetizarse es aprender a leer esa palabra escrita en que
la cultura se dice, y diciéndose críticamente, deja de ser repetición intemporal 
de lo que pasó, para temporalizarse, para concienciar su temporalidad constituyente,
 que es anuncio y promesa de lo que ha de venir. El destino, críticamente, 
se recupera como proyecto.

En este sentido, alfabetizarse no es aprender a repetir palabras, sino a decir su 
palabra, creadora de cultura. La cultura de las letras tiñe de conciencia la cultura;
 la conciencia historiadora automanifiesta a la conciencia su condición esencial de
 conciencia histórica. Enseñar a leer las palabras dichas y dictadas es una forma 
de mistificar las conciencias, despersonalizándolas en la repetición —es la técnica 
de la propaganda masificadora. Aprender a decir su palabra es toda la pedagogía, 
y también toda la antropología.

La “hominización” se opera en el momento en que la conciencia gana la dimensión 
de la trascendentalidad. En ese instante, liberada del medio envolvente, se despega
 de él, lo enfrenta, en un comportamiento que la constituye como conciencia del 
mundo. En ese comportamiento, las cosas son objetivadas, esto es, significadas
 y expresadas —el hombre las dice. La palabra instaura el mundo del hombre
 La palabra, como comportamiento humano, significante del mundo, no sólo 
designa a las cosas, las transforma; no es sólo pensamiento, es “praxis”. 
Así considerada, la semántica es existencia y la palabra viva se plenifica en 
el trabajo.

Expresarse, expresando el mundo, implica comunicarse. A partir de la 
intersubjetividad originaria, podríamos decir que la palabra, más que 
instrumento, es origen de la comunicación. La palabra es esencialmente diálogo.
 En esta línea de entendimiento, la expresión del mundo se consustancia en 
elaboración del mundo y la comunicación en colaboración. Y el hombre sólo se
 expresa convenientemente cuando colabora con todos en la construcción del
 mundo común; sólo se humaniza en el proceso dialógico de la humanización
 del mundo. La palabra, por ser lugar de encuentro y de reconocimiento de las
conciencias, también lo es de reencuentro y de reconocimiento de sí mismo.
Se trata de la palabra personal, creadora, pues la palabra repetida es monólogo
de las conciencias que perdieron su identidad, aisladas, inmersas en la multitud
 anónima y sometidas a un destino que les es impuesto y que no son capaces de
 superar, con la decisión de un proyecto.

Es verdad: ni la cultura iletrada es la negación del hombre ni la cultura letrada
 llegó a ser su plenitud. No hay hombre absolutamente inculto: el hombre
 “se hominiza” expresando y diciendo su mundo. Ahí comienza la historia y la
cultura. Más, el primer instante de la palabra es terriblemente perturbador:
hace presente el mundo a la conciencia y, al mismo tiempo, lo distancia.
El enfrentamiento con el mundo es amenaza y riesgo. El hombre sustituye
 el envoltorio protector del medio natural por un mundo que lo provoca y
 desafía. En un comportamiento ambiguo, mientras ensaya el dominio técnico
de ese mundo, intenta volver a su seno, sumergirse en él, enredándose
 en la indistinción entre palabra y cosa. La palabra, primitivamente, es mito.

Dentro del mito, y como condición suya, el “logos” humano va conquistando
 primacía con la inteligencia de las manos que transforman al mundo.
Los comienzos de esa historia aún son mitología: el mito es objetivado por la
 palabra que lo dice. La narración del mito, entretanto, objetivando el mundo
 mítico y así entreviendo su contenido racional, acaba por devolver a la
 conciencia la autonomía de la palabra, distinta de las cosas que
 ella significa y transforma. En esa ambigüedad con que la conciencia hace
 su mundo, apartándolo de sí, en el distanciamiento objetivamente que lo hace
 presente como mundo consciente, la palabra adquiere la autonomía que la hace
 disponible para ser recreada en la expresión escrita. Aunque no haya sido
un producto arbitrario del espíritu inventivo del hombre, la cultura letrada es un
epifenómeno de la cultura que, al actualizar su reflexividad virtual, encuentra en
 la palabra escrita una manera más firme y definida de decirse, esto es,
de existenciarse discursivamente en la “praxis” histórica. Podemos
concebir la superación de las letras; lo que en todo caso quedará es el 
sentido profundo que la cultura letrada manifiesta: escribir no es conversar y
 repetir la palabra dicha, sino decirla con la fuerza reflexiva que a su autonomía
 le da la fuerza ingénita que la hace instauradora del mundo de la conciencia,
 creadora de cultura.

Con el método de Paulo Freire, los alfabetizandos parten de algunas pocas 
palabras, que les sirven para generar su universo vocabular. Pero antes,
cobran conciencia del poder creador de esas palabras, pues son ellas quienes
gestan su mundo. Son significaciones que se constituyen como historia, de la
 que los alfabetizandos se perciben sujetos, hasta entonces, tal vez, ignorados
 por sí mismos, mistificados o masificados por la dominación de las conciencias.
Son significaciones que se constituyen en comportamientos suyos; por tanto,
 significaciones del mundo, pero también suyas. De este modo, al visualizar la
 palabra escrita, en su ambigua autonomía, ya están conscientes de la dignidad
de que ella es portadora. La alfabetización no es un juego de palabras, sino
la conciencia reflexiva de la cultura, la reconstrucción crítica del mundo humano,
 la apertura de nuevos caminos, el proyecto histórico de un mundo común, el
coraje de decir su palabra.

La alfabetización, por todo esto, es toda la pedagogía: aprender a leer es 
aprender a decir su palabra. Y la palabra humana imita a la palabra divina:
es creadora.

La palabra se entiende aquí como palabra y acción; no es el término que
 señala arbitrariamente un pensamiento que, a su vez, discurre separado de
 la existencia. 
Es significación producida por la “praxis”, palabra cuya discursividad fluye 
en la historicidad, palabra viva y dinámica, y no categoría inerte y exánime.
 Palabra que dice y transforma el mundo.

La palabra viva es diálogo existencial. Expresa y elabora el mundo en 
comunicación y colaboración. El diálogo auténtico —reconocimiento del otro
 y reconocimiento de si en el otro— es decisión y compromiso de colaborar
 en la construcción del mundo común. No hay conciencias vacías; por esto,
 los hombres no se humanizan sino humanizando el mundo.

En lenguaje directo: los hombres se humanizan, trabajando juntos para hacer 
del mundo, cada vez más, la mediación de conciencias que cobran existencia
común en libertad. A los que construyen juntos el mundo humano compete
asumir la responsabilidad de darle dirección. Decir su palabra equivale a asumir conscientemente, como trabajador, la función de su-jeto de su historia, en
colaboración con los demás trabajadores: el pueblo.

Al pueblo le cabe decir la palabra de mando en el proceso histórico-cultural.
 Si la dirección racional de tal proceso ya es política, entonces concienciar es
politizar. Y la cultura popular se traduce por política popular; no hay cultura del
pueblo sin política del pueblo.

El método de Paulo Freire es, fundamentalmente, un método de cultura popular;
 da conciencia y politiza. No absorbe lo político en lo pedagógico ni enemista 
la educación con la política. Las distingue sí, pero en la unidad del mismo
 movimiento en que el hombre se historiza y busca reencontrarse, esto es, busca
 ser libre. No tiene la ingenuidad de suponer que la educación, y sólo ella,
decidirá los rumbos de la historia, si no tiene, con todo, el coraje suficiente para
afirmar que la educación verdadera trae a la conciencia las contradicciones
del mundo humano, sean estructurales, supraestructurales o interestructurales, contradicciones que impelen al hombre a ir adelante. Las contradicciones
 concienciadas no le dan más descanso sino que vuelven insoportable la
acomodación. Un método pedagógico de concienciación alcanza las últimas
fronteras de lo humano. Y como el hombre siempre las excede, el método
también lo acompaña. Es “la educación como práctica de la libertad”.

En un régimen de dominación de conciencias, en que los que más trabajan 
menos pueden decir su palabra, yen que inmensas multitudes ni siquiera
tienen condiciones para trabajar, los dominadores mantienen el monopolio
de la palabra, con que mistifican, masifican y dominan. En esa situación, los
dominados, para decir su palabra, tienen que luchar para tomarla. Aprender
a tomarla de los que la retienen y niegan a los demás, es un difícil pero
imprescindible aprendizaje: es “la pedagogía del oprimido”.

Fuente: http://www.reproduccionsocial.edusanluis.com.ar/ ,

1 comentario:

  1. Alguien que pudiese ayudarme con los aportes de Freyre a la educacion? no los aportes pedagogicos.

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